Zoya-Kosmodemiánskaya
Cuadro que representa la ejecución por los nazis de la partisana Zoya Kosmodemiánskaya.

Era de Moscú.
Era joven, era partisana.
Amó, comprendió, creyó
y se movilizó.
La niña que colgaba de su fino y largo cuello del extremo de la cuerda
era un ser humano con toda su grandeza.
Como si pasara las páginas de la novela Guerra y paz
las manos de una joven circularon por la nevada oscuridad.
En Petrichevo cortaron los cables del teléfono
y prendieron fuego a un establo con 17 caballos del ejército alemán.
Al día siguiente atraparon a la partisana.
La atraparon frente a su nuevo objetivo
por sorpresa, inmovilizada por detrás.
El cielo estaba lleno de estrellas
el corazón se le aceleró
el pulso le latía fuerte
la botella llena de gasolina
y la cerilla a punto de ser encendida.
Pero no pudo encender la cerilla.
Quiso sacar su pistola.
Se le abalanzaron encima.
Se la llevaron.
La trajeron.
En medio de la habitación la partisana permanecía erguida:
con su mochila al hombro
un gorro de piel en la cabeza, una zamarra sobre los hombros
un pantalón bombacho en las piernas y botas de fieltro.
Los oficiales miraron a la chica de cerca:
era como una almendra en su cáscara
un pimpollo envuelto en piel, fieltro y algodón.
Hierve el samovar sobre la mesa.
Sobre el mantel de cuadros una pistola, cinco correas
y una botella verde de coñac.
En el plato restos de salchicha de cerdo y pan.
Enviaron a los dueños de la casa a la cocina.
La lámpara estaba apagada.
El fuego de la chimenea sumía la cocina en una roja oscuridad.
Y olía a cucarachas aplastadas.
Los de la casa: un niño, una mujer y un viejo
se arrimaron entre sí:
estaban lejos del mundo
en una montaña desierta solos contra las alimañas.
Al lado se oyeron voces:
Preguntan:
—No lo sé —responde.
Preguntan:
—No —responde.
Preguntan:
—No lo voy a decir —responde.
Preguntan:
—No lo sé —responde.
—No —responde.
—No lo voy a decir —responde.
Y la voz que se ha olvidado de todo el mundo menos de estas tres palabras
tersa como la piel de un niño
y recta como el camino más corto entre dos puntos.
Chasqueó una correa al lado:
la partisana no habló.
Gritó la desnuda carne humana.
Chasquearon los correazos uno tras otro.
Las serpientes brincan hacia el sol y silban al caer.
Un joven oficial alemán entró en la cocina.
Se dejó caer en la silla.
Se tapó los oídos con las manos.
Cerró los ojos con fuerza
y permaneció así inmóvil hasta el final del interrogatorio.
Al lado chasqueaban las correazos.
Los dueños de la casa los contaron:
200…
Recomenzaron el interrogatorio:
Preguntan: —No lo sé —responde.
Preguntan: —No —responde.
Preguntan: —No lo voy a decir —responde.
La voz era arrogante
pero ya no era tersa
sino sofocada como un puño ensangrentado.
Sacaron afuera a la partisana.
Ya no llevaba su gorro de piel sobre la cabeza ni la zamarra sobre los hombros
ni sus bombachos de algodón en las piernas
y tampoco sus botas de fieltro.
Solo una camisa y bragas.
Los labios hinchados, de tanto como sus dientes blancos y jóvenes los habían mordido.
Las piernas, el cuello y la frente ensangrentados.
La partisana caminaba
con los brazos atados por detrás con una cuerda
los pies desnudos sobre la nieve
y flanqueada por soldados con bayoneta.
Metieron a la partisana en la isba de Vasili Klulik.
Se sentó en el banco de madera.
Estaba ensimismada y abatida.
Pidió agua.
El centinela no permitió que se la dieran.
Llegaron los soldados alemanes.
Se le echaron encima como insectos
la tiraron al suelo, la zarandearon.
Uno encendió una cerilla tras otra debajo de su barbilla
otro pasó una sierra por su espalda
hasta que el hierro dentado se ensangrentó.
Luego se fueron a dormir.
El centinela sacó a la partisana a la calle a punta de bayoneta.
Un niño está mirando desde la ventana
con sus redondos ojos azules:
la tierra cubierta de hielo
y bajo la nieve la calle desierta
cubierta de estrellas.
Un niño está mirando desde la ventana
con sus redondos ojos azules.
Olvidará lo que está viendo
crecerá, se casará
y una noche de verano
o quizá durante la siesta
de repente se le aparecerán en el sueño
los pies desnudos de una chica pisando las estrellas en la nieve.
Bajo la nieve de uno a otro extremo
bajo la nieve la calle desierta.
Y sobre la nieve la partisana:
con sus pies descalzos
los brazos atados por detrás
en camisa y bragas
camina delante de la bayoneta
yendo y viniendo de un extremo a otro de la calle.
El centinela tuvo frío, volvieron a la isba.
Salieron cuando el centinela se calentó.
Así continuó desde las 22 hasta las dos.
A las dos relevaron al centinela
y la partisana permaneció inmóvil sobre el banco de madera.
La partisana
tenía 18 años.
La partisana
sabía que la iban a matar.
Morir y ser matado:
en el rojo de su rencor no distinguía la diferencia.
Y ella era sana y joven como para no temer la muerte
y no apenarse.
Miró sus pies desnudos:
estaban hinchados
amoratados, agrietados y congelados.
Sin embargo, la partisana
no sentía el dolor.
Su propia rabia y su propia fe
la protegían como su propia piel.
Piensa en su madre.
Recuerda sus libros escolares.
Recuerda un cuenco de barro
que estaba delante del retrato de Ilich
con flores de un azul intenso.
Recuerda su infancia
tan cercana que
casi podría palpar
sus vestidos cortos de vivos colores.
Recuerda el primer bombardeo.
Los batallones de obreros que partían al frente
y desfilaban cantando por la calle
mientras los niños corrían detrás.
Recuerda una parada de tranvía
donde se despidió de su madre.
Recuerda una reunión del Komsomol,
tan próxima que
casi podría palpar
el vaso de agua sobre el mantel rojo
y hasta su propia voz que habla atropelladamente.
Recuerda su propia voz:
su voz que se enfrenta sin desfallecer al enemigo
afirmando que no
que no lo va a decir
y para no decir nada cierto al enemigo
le esconde hasta su propio nombre.
Su nombre era zoe,
mi nombre es tanya les dijo.
(Tanya,
en la cárcel de Bursa tu retrato está frente a mí.
En la cárcel de Bursa.
Tal vez ni hayas oído el nombre de Bursa.
Bursa es un lugar verde y agradable.
En la cárcel de Bursa tu retrato está frente a mí.
Ya no es el año 1941
es el año 1945.
Ya no en las puertas de Moscú
sino en las puertas de Berlín luchan los tuyos
los nuestros
los que son de todas las gentes honradas.
Tanya
tal como tú quisiste a tu país
así yo también quiero a mi país.
Tú eres una joven komsomolka comunista,
yo soy un viejo comunista de 42 años
tú eres rusa, yo soy turco
pero los dos somos comunistas.
A ti te ahorcaron por querer a tu país
yo por querer a mi país estoy en la cárcel.
Pero yo estoy vivo
y tú has muerto.
Desde hace mucho tiempo ya no estás en el mundo
qué poco te quedaste aquí:
apenas dieciocho cortos años.
Ni siquiera tuviste tiempo de saciarte del calor del sol.
Tanya
tú, partisana ahorcada
yo, poeta en la cárcel.
Tú, mi hija, tú, mi camarada.
Reclino mi cabeza sobre tu retrato:
tus cejas finísimas
tus ojos como almendras
pero no puedo distinguir su color en la foto.
Aunque en el retrato pone
que eran castaños oscuros.
Ojos de este color también hay muchos en mi país.
Tanya
qué corto llevas el pelo
igual que mi hijo Memet.
Qué ancha es tu frente
como el claro de luna
transmite serenidad y sueños.
Tu rostro fino y ovalado
tus orejas un poco grandes.
Tu cuello todavía de niña:
diríase que todavía ningún hombre lo ha abrazado.
Y algo con flecos pende de tu cuello:
un adorno lleno de gracia, mujercita.
Llamé a los compañeros, están mirando tu retrato:
—Tanya
tengo una hija de tu edad
—Tanya
mi hermana tiene tu edad.
—Tanya
la chica que amo tiene tu edad.
Nuestro país es caluroso
y nuestras chicas maduran pronto.
—Tanya
con chicas de tu edad somos compañeros en la escuela, en la fábrica, en el campo.
—Tanya
has muerto
cuánta gente honrada han matado y siguen matando
pero yo
yo me siento casi avergonzado
pero yo
yo llevo siete años confortablemente en la cárcel
sin poder arriesgar mi vida en la lucha).
Amaneció y vistieron a Tanya
pero sus botas, su gorro, su zamarra no estaban
se los habían quedado.
Le trajeron su mochila:
con las botellas de gasolina, cerillas, balas, sal y azúcar.
Le colgaron al cuello las botellas
y la mochila en la espalda.
Y en su pecho colgaron un cartel:
«partisana»
Levantaron la horca en la plaza del pueblo.
Los jinetes sacaron sus espadas
la infantería hizo un círculo.
Obligaron a los campesinos a asistir.
Dos cajas, una sobre la otra
dos cajas de macarrones.
Sobre las cajas
pende la soga aceitada
con un lazo en el extremo.
Sacaron a la partisana y la auparon al cadalso.
La partisana
con los brazos atados atrás
permaneció erguida al pie de la horca.
Rodearon con la soga su cuello esbelto y grácil.
Un oficial aficionado a la fotografía
con una máquina Kodak en la mano
le va a sacar una foto.
Tanya gritó a los del koljós desde el cadalso:
—Hermanos, no os apenéis.
Ha llegado el día del heroísmo.
No deis respiro a los fascistas
quemadlos, derribadlos, matadlos…
Un alemán golpeó la boca de la partisana
la sangre corrió por su barbilla blanca y suave.
Pero la partisana se volvió hacia los soldados y prosiguió:
—Nosotros somos doscientos millones.
¿Vais a ahorcar a doscientos millones?
Yo puedo irme.
Pero los nuestros vendrán.
Entregaos mientras estéis a tiempo…
Los del koljós lloraban.
El verdugo tiró de la cuerda.
Se ahogaba el cuello fino de cisne.
Pero se irguió sobre las puntas de los pies la partisana
y el ser humano llamó a la vida:
—Camaradas,
adiós.
Camaradas,
luchad hasta el final.
Que ya oigo sus caballos,
¡ya llegan los nuestros!
El verdugo dio una patada a las cajas de macarrones.
Rodaron las cajas.
Y Tanya se balanceó al extremo de la soga.

. Tanya era el nombre de guerra de Zoya (Zoe) Kosmodemiánskaya (1923-1941), alistada en un grupo de reconocimiento y sabotaje dentro de las líneas nazis. Póstumamente se convirtió en la primera mujer declarada Héroe de la Unión Soviética.